Por Marlene del Toro Granados
“La migración no es un placer, sino una necesidad ineludible, y por tanto, es un derecho.”
— Beato Juan Bautista
La migración internacional es un fenómeno global que, lejos de atenuarse, se ha intensificado con el paso del tiempo. Se trata del desplazamiento de personas fuera de su lugar de residencia habitual, cruzando fronteras internacionales en busca de mejores condiciones de vida. Las causas son múltiples: desde el cambio climático y la violencia, hasta la reunificación familiar y la necesidad de empleo. Sin embargo, hay un denominador común: las personas migran para sobrevivir, para protegerse y para ofrecer a sus familias una vida digna.
En este contexto, México se ha convertido en un país de tránsito, destino y retorno, particularmente para quienes provienen del Triángulo Norte de Centroamérica (TNCA) —Honduras, Guatemala y El Salvador—. Su ubicación geográfica lo posiciona como un corredor migratorio crucial hacia Estados Unidos. Muchos migrantes deciden también establecerse en territorio mexicano, especialmente en estados del norte como Nuevo León, que se presentan como polos de atracción económica y relativa estabilidad.
Las razones que los obligan a abandonar sus países no son ajenas a las crisis estructurales que enfrentan: desempleo, pobreza extrema, violencia generalizada, colapso institucional, persecución política o religiosa, y violaciones sistemáticas a los derechos humanos. En muchos casos, lo que los expulsa no es solo la falta de oportunidades, sino la amenaza directa a su vida.
La travesía por México no es un camino fácil. Está llena de incertidumbre, riesgos y abusos. Las y los migrantes se enfrentan a escenarios marcados por la discriminación, exclusión, extorsión y violencia. Los obstáculos no solo provienen del crimen organizado, sino también de autoridades corruptas que convierten el tránsito migratorio en un lucrativo negocio. La exigencia de cuotas ilegales, las amenazas de deportación y la criminalización de la migración irregular son parte del drama cotidiano que enfrentan en su paso por el país.
Las violaciones a sus derechos humanos son múltiples y alarmantes: detenciones arbitrarias, violencia física, trata de personas, secuestros, e incluso tortura. Y aunque México es firmante de diversos tratados internacionales que reconocen y protegen los derechos de las personas migrantes, la brecha entre el marco legal y la práctica cotidiana es inmensa.
A pesar de las adversidades, los migrantes siguen caminando. Lo hacen impulsados por un sueño de estabilidad y paz. Sin embargo, muchos no logran siquiera alcanzar un destino seguro. Otros quedan atrapados en un limbo migratorio, sin acceso a servicios básicos, empleo formal ni oportunidades reales de integración.
Frente a este escenario, el Estado mexicano —y en particular los gobiernos locales como el de Nuevo León— tienen una responsabilidad ineludible: garantizar que el tránsito y la estancia de las personas migrantes se den en condiciones de dignidad y respeto. Es urgente que se implementen mecanismos efectivos de protección, en coordinación con la sociedad civil, organismos internacionales y la comunidad académica. No basta con buenas intenciones ni discursos vacíos. Se requiere voluntad política, presupuesto suficiente y una visión humanista que reconozca a la migración como un derecho, no como una amenaza.
La inclusión social de las personas migrantes no solo es un imperativo ético, sino también una oportunidad para fortalecer el tejido social y construir comunidades más justas y diversas. Porque, al final, lo que las y los migrantes buscan no es diferente a lo que todos anhelamos: seguridad, trabajo y un lugar al que puedan llamar hogar.