Por Dave López-Mejía
La madrugada del 6 de abril, la corriente turbia de la quebrada La García arrastró el cuerpo fracturado de Sara Millerey González, mujer trans de 32 años. Lo que el agua no se llevó quedó registrado en un teléfono: cada golpe, cada insulto, y finalmente, el instante en que alguien —fuera de plano— decidió filmar en lugar de tender una mano. Dos días después, el video inundó las redes y reveló que, muchas veces, el primer agresor no es quien alza el puño, sino quien decide mirar sin actuar.
En Colombia, esta omisión no es solo una falla moral, es un delito. El artículo 131 del Código Penal tipifica la omisión de socorro, imponiendo hasta 72 meses de prisión a quien, “sin justa causa”, no auxilie o busque auxilio para alguien cuya vida peligra. Hoy, mientras la Fiscalía investiga a los agresores materiales bajo la figura del feminicidio agravado por identidad de género (Ley 1761/2015), la persona que grabó podría enfrentar cargos por no actuar cuando tenía el deber de hacerlo.
Immanuel Kant habló sobre la existencia de una “maldad radical”, aquella inclinación profunda que nos lleva a poner nuestros intereses personales por encima de la ley moral, incluso sabiendo que actuamos mal. Quizá nunca sepamos con certeza qué motivó a quien grabó, pero su inacción —el hecho de registrar en vez de intervenir— ilustra ese conflicto ético que Kant planteaba: cuando el deber moral cede ante la comodidad, el miedo o la costumbre. No hizo falta odio explícito ni una orden; bastó con no hacer nada.
De forma paralela, Hannah Arendt planteó la “banalidad del mal”, refiriéndose a cómo la violencia prospera gracias a personas comunes que renuncian a pensar en las consecuencias de sus actos —o en este caso, de sus omisiones—. Sin pretender comparar magnitudes históricas, ese mal banal hoy adopta la forma de un clic, de un video compartido mil veces en redes sociales.
Esta no es una tragedia aislada. En solo los primeros tres meses de 2025, se han reportado 13 transfeminicidios y 25 asesinatos LGBTIQ+, siendo 15 de ellos contra personas trans. Antioquia concentra casi la mitad de estos crímenes, mientras colectivos trans exigen justicia con velas encendidas en Medellín y Bogotá.
No basta con registrar el horror; es urgente romper la cadena que lo normaliza. Es imperativo procesar judicialmente tanto a los agresores materiales como a quien decidió capturar la violencia en lugar de detenerla, si se comprueba su omisión dolosa. La pasividad también puede ser una forma de violencia, y enfrentarla es parte del fortalecimiento de una sociedad más justa.
Por eso, más allá de la indignación momentánea, necesitamos promover una verdadera cultura de los derechos humanos: una que nos enseñe a cuidar al otro, a intervenir cuando alguien corre peligro, a rechazar la indiferencia como forma de convivencia. El compromiso ético no se mide solo por lo que hacemos, sino también por lo que decidimos no ignorar. Que el caso de Sara Millerey no sea solo una cifra más, sino un llamado a actuar con humanidad cuando más se necesita.