Por Vera Prado Maillard
En el escenario de la política internacional, pocas figuras han generado tanta controversia, asombro y desconcierto como Donald Trump. Durante su presidencia, su estilo impredecible, su retórica nacionalista y su desprecio por los consensos globales lo enfrentaron no solo a líderes de otras potencias, sino también, metafóricamente, a los pingüinos: símbolos involuntarios de un planeta amenazado por el cambio climático que él mismo decidió ignorar.
Si bien Trump se alejó de muchos de los compromisos globales, como el Acuerdo de París o el multilateralismo diplomático, uno de los frentes donde su enfrentamiento con el mundo se volvió más tangible fue el terreno de los aranceles . Bajo la bandera del “America First”, transformó estas antiguas herramientas fiscales en armas de guerra comercial , especialmente contra China, pero también contra aliados tradicionales como Canadá, México y la Unión Europea.
En su lógica, los aranceles eran una forma de proteger la industria estadounidense de las “injusticias” del comercio global. Con frecuencia acusaba a otros países de manipular sus monedas, subsidiar sus productos o simplemente “robar” empleos estadounidenses. Así, impuso tarifas multimillonarias sobre productos chinos, como el acero y el aluminio hasta productos tecnológicos, desatando una guerra comercial que sacudió los mercados globales y redefinió las relaciones económicas entre potencias.
Pero lo interesante no es solo a quién le puso aranceles, sino los puso. Bueno de Mezquita (2014) menciona que ) menciona que los intereses que mueven a los líderes de los estados son personales, no nacionales, es por lo cual estas decisiones no se explican por un interés nacional colectivo, sino por la necesidad de complacer a sectores clave de su base electoral : industriales, agricultores, trabajadores manufactureros de estados bisagra como Ohio, Michigan o Pensilvania. Las tarifas permitieron a Trump mostrarse como un defensor de “los de aquí” frente a “los de afuera”, sin importar las repercusiones globales o incluso internas (como el encarecimiento de productos importados para los propios consumidores estadounidenses).
“El presidente tiene que reajustar el comercio mundial. Todo el mundo tiene un superávit comercial y nosotros tenemos un déficit comercial (…). Los países del mundo nos están estafando y eso tiene que terminar”, mencionó el secretario de comercio de EUA Lutnick, reforzando la idea que el país se tienen que empezar a defender de las estafas que les hacen el resto del mundo.
Más allá del corto plazo, el uso agresivo de los aranceles minó la confianza en las instituciones multilaterales como la Organización Mundial del Comercio (OMC) y generó un clima de incertidumbre que afectó la inversión, el crecimiento económico y las cadenas de suministro globales. Mientras tanto, los países afectados buscaron diversificar mercados y alianzas, debilitando la influencia comercial estadounidense a largo plazo.
Y aunque los pingüinos no estuvieron directamente involucrados en esta guerra comercial, no quedaron al margen. Además de un gran listado de países a los que se les impusieron diversos porcentajes de aranceles, se incluyeron las islas de Heard y Mc Donald, las cuales son archipiélagos de Australia, habitados por focas y pingüinos, y no por humanos, y sin actividad económica. El secretario justificó esta acción diciendo que los países usarían esos territorios para evitar pagar los aranceles a Estados Unidos.
Así como también los afecta la protección de industrias contaminantes, el freno a las energías limpias y la hostilidad hacia cualquier acuerdo que implicara compromisos ambientales estuvieron directamente ligados a esa lógica proteccionista y de repliegue nacional. En el tablero de Trump, el comercio justo no incluía al planeta.