Por Carlos García
El conflicto entre Rusia y Ucrania, que comenzó en 2014 con la anexión de Crimea y escaló a una guerra a gran escala en febrero de 2022, representa una de las crisis geopolíticas más significativas del siglo XXI. Desde una perspectiva de relaciones internacionales, este conflicto no solo ha redefinido la seguridad europea, sino que también ha alterado la arquitectura global del poder. En su origen, la guerra se vincula a la expansión de la OTAN hacia el este, el nacionalismo ruso y las aspiraciones soberanas de Ucrania, así como a la rivalidad entre Occidente y Moscú, heredada de la Guerra Fría.
En términos estratégicos, Rusia ha justificado su invasión en la necesidad de proteger a la población rusoparlante en el Donbás y frenar la supuesta amenaza de la OTAN. No obstante, su ofensiva ha sido interpretada como una violación flagrante del derecho internacional y de la soberanía ucraniana, lo que ha llevado a sanciones económicas sin precedentes por parte de Estados Unidos y la Unión Europea. Ucrania, por su parte, ha logrado resistir con apoyo militar y financiero occidental, destacando el papel de la asistencia en seguridad como un factor clave en la prolongación del conflicto.
Desde el punto de vista de la seguridad internacional, la guerra ha reavivado el temor a un conflicto nuclear y ha transformado las dinámicas de la OTAN y de la Unión Europea. Países tradicionalmente neutrales, como Suecia y Finlandia, han optado por unirse a la Alianza Atlántica, mientras que la UE ha reforzado su política de defensa común. Además, el conflicto ha incentivado el rearme global, desestabilizando regiones que dependen de suministros energéticos rusos o que han visto en la crisis una oportunidad para redefinir sus alianzas estratégicas.
En el ámbito económico, las sanciones impuestas a Rusia han tenido efectos mixtos. Si bien han debilitado su acceso a tecnologías occidentales y afectado ciertos sectores financieros, el país ha logrado sortearlas en parte gracias a su comercio con China, India y otras potencias emergentes. Mientras tanto, la economía europea ha enfrentado retos energéticos sin precedentes, acelerando su transición hacia fuentes renovables, pero también provocando inflación y crisis en sectores clave.
En perspectiva, el conflicto de Rusia y Ucrania parece lejos de una resolución a corto plazo. La posibilidad de una negociación se ve obstaculizada por la falta de concesiones aceptables para ambas partes y la politización del conflicto en el escenario global. La guerra no solo ha redefinido el orden mundial, fortaleciendo nuevas alianzas y debilitando la influencia rusa en ciertos espacios, sino que también ha sentado un precedente peligroso para futuras disputas territoriales. En este sentido, su evolución seguirá siendo un factor determinante en la geopolítica del siglo XXI.