Po: Rodolfo Barrientos
Autores como Giovanni Sartori y Guillermo O’Donnell ya advertían que la democracia no se reduce a mecanismos electorales, sino que implica la existencia de reglas del juego claras, competencia real y rendición de cuentas. Es por esto por lo que me parece un error de fondo haber impulsado la elección por voto popular de los cargos del Poder Judicial. Esta medida no resuelve en lo más mínimo la ineficiencia, la opacidad ni la falta de legitimidad que aquejan al sistema judicial mexicano. Pensar que el voto popular, por el simple hecho de serlo, se convierte en una herramienta mágica de mejora institucional, es caer en una visión idealizada y profundamente equivocada de lo que significa la democracia.
Durante casi tres décadas se nos ha dicho que el sistema electoral mexicano ha ido perfeccionándose. Que hemos transitado hacia una democracia cada vez más robusta. ¿De verdad? Un sistema electoral en el que prácticamente votamos con piedras y cinceles, en el que todo mundo desconfía de todo mundo, donde siempre —siempre— hay conflictos postelectorales… ¿y mandamos para allá a resolver los gravísimos problemas de un Poder de la Unión?
Lo que tenemos es un sistema contaminado por prácticas antidemocráticas: clientelismo, manipulación informativa y exclusión efectiva. La compra de votos, el acarreo y el uso faccioso de recursos públicos son parte estructural del juego político, y no simples desviaciones excepcionales. El acto de votar no garantiza la democracia, como señalaba Joseph Schumpeter: lo que importa no es el acto de elegir, sino la calidad del sistema que permite esa elección.
Además, es necesario insistir: la democracia y la participación ciudadana no terminan al momento de depositar —o no— las boletas en las urnas. Lo que se vivió después del proceso del 2 de junio lo demuestra con claridad: medios y redes sociales se llenaron de frases vacías y polarización.
Por un lado, hubo quienes hablaron de un “fracaso”, de una “falta de conexión” de la ciudadanía con el proceso. Por otro lado, aparecieron voces celebrando que algunas candidaturas obtuvieron más votos que partidos como el PRI en elecciones anteriores, como si eso fuera una medida de éxito democrático.
Ninguna de estas posiciones fomenta la deliberación democrática: ambas simplifican, reducen y desvían la discusión de fondo. Y como advirtió O’Donnell, sin un debate público informado, no hay democracia sustantiva, solo una fachada electoral.
Si los partidos y sus muy limitados liderazgos reducen todo a narrativas de victoria o fracaso, no sorprende: operan bajo la lógica de acumulación de poder. Lo preocupante es que la ciudadanía reproduzca esas narrativas sin crítica ni reflexión.
Porque seamos claros: es prácticamente imposible que exista una contrarreforma que revierta la elección judicial. Ya se tomó una decisión que, lejos de democratizar, puede profundizar la dependencia del poder judicial hacia actores políticos si la ciudadanía no hace propio el proceso. Por eso, la verdadera discusión no es si estamos de acuerdo o no con el nuevo sistema, sino cómo impedimos que se repita el desastre que acabamos de presenciar.
¿Cómo logramos que la ciudadanía conozca realmente a quienes buscan estos cargos? ¿Cómo explicamos qué hace un juez, una magistrada o una ministra? ¿Cómo evitamos que gobiernos y partidos intervengan en los procesos con sus recursos, estructuras clientelares y narrativas impuestas?
La disputa es ahora: una disputa por la información, por la calidad del debate, por la autonomía del Poder Judicial y, sobre todo, por la dignidad del ejercicio de la CIUDADANÍA. Si no damos esa batalla, lo que hoy se celebra como una conquista democrática no será más que otra simulación institucional —una más en nuestra historia.