Por Mónica Velasco
España ha sido reconocida como uno de los países más saludables del mundo, y gran parte de este mérito se debe a su arraigada dieta mediterránea. Este estilo de alimentación, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, no solo es una tradición culinaria, sino también un pilar fundamental para la prevención de enfermedades y la promoción de un estilo de vida equilibrado. Los españoles han sabido mantener esta dieta como parte de su cultura, lo que se refleja en su baja incidencia de enfermedades relacionadas con la nutrición y en su alta esperanza de vida.
La dieta mediterránea se distingue por su enfoque en alimentos frescos y naturales. El aceite de oliva extra virgen, rico en grasas saludables y antioxidantes, es la base de esta alimentación. A esto se suman las frutas y verduras frescas, que aportan vitaminas, minerales y fibra; el pescado azul y los mariscos, fuentes de omega-3; y el uso de hierbas, especias, ajo y cebolla, que no solo realzan el sabor, sino que también tienen propiedades antiinflamatorias y antioxidantes. Además, el consumo de lácteos fermentados, como el yogur, contribuye a una buena salud intestinal. Estos hábitos alimenticios ayudan a mantener niveles adecuados de colesterol, glucosa e insulina, reduciendo así el riesgo de enfermedades cardiovasculares, sobrepeso, obesidad y diabetes mellitus.
En contraste, países como México enfrentan un panorama preocupante en materia de salud nutricional. El alto consumo de alimentos procesados, ricos en grasas saturadas y azúcares refinados, ha llevado a un aumento alarmante en la prevalencia de enfermedades crónicas. La obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares se han convertido en problemas de salud pública que requieren atención inmediata. Ante esta situación, resulta urgente implementar estrategias que promuevan hábitos alimenticios más saludables, y la dieta mediterránea podría ser un modelo a seguir.
Adoptar un enfoque similar al de España no solo implicaría cambiar los hábitos alimenticios de la población, sino también fomentar una cultura de conciencia nutricional. Esto requeriría esfuerzos coordinados entre los sectores de salud, educación y gobierno, así como la participación activa de la sociedad. Promover el consumo de alimentos frescos, reducir la ingesta de productos ultraprocesados y educar sobre los beneficios de una alimentación balanceada son pasos esenciales para mejorar la calidad de vida de las personas.
España nos demuestra que la salud y la alimentación están intrínsecamente ligadas. Su éxito con la dieta mediterránea es un ejemplo inspirador que otros países, como México, podrían imitar para combatir los desafíos nutricionales actuales. La clave está en entender que una alimentación saludable no es solo una cuestión de bienestar individual, sino también una inversión en el futuro de las generaciones por venir.