Por Osvaldo Guerrero Guerra
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible es una de las iniciativas más ambiciosas de la historia reciente, con la promesa de transformar al mundo en una sociedad más justa, equitativa y sostenible. Sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) abarcan una amplia gama de cuestiones, desde la erradicación de la pobreza hasta la protección del medio ambiente. Sin embargo, a medida que se acercan los plazos para alcanzar estos objetivos, surge una pregunta crucial: ¿realmente se ha logrado una participación genuina de la sociedad civil en el proceso de toma de decisiones, o se trata simplemente de un proceso de arriba hacia abajo, donde los intereses políticos y económicos predominan sobre las necesidades de los más vulnerables?.
El principio fundamental de la Agenda 2030 es el “no dejar a nadie atrás”, lo que implica la inclusión activa de todas las partes de la sociedad en la formulación e implementación de políticas. Sin embargo, en la práctica, este principio se ve comprometido por la falta de un mecanismo efectivo para garantizar la participación real de las comunidades más afectadas. Los gobiernos y las instituciones internacionales suelen presentarse como los actores clave, pero rara vez se asegura una consulta profunda con las poblaciones que realmente dependen de los recursos naturales, las políticas públicas o la asistencia internacional para sobrevivir.
Tomemos, por ejemplo, las comunidades indígenas y rurales, que son las más vulnerables a los efectos del cambio climático y la desigualdad económica. A pesar de los llamamientos de estos grupos por un protagonismo mayor en los procesos decisionales, las políticas siguen siendo diseñadas desde las oficinas de los poderosos, sin considerar adecuadamente sus voces y necesidades. Si bien algunos gobiernos han implementado mecanismos de participación, estos son a menudo superficiales, limitados a consultas formales que no generan cambios sustanciales ni tienen en cuenta las particularidades locales.
El caso de los pueblos indígenas en América Latina es un ejemplo claro. A menudo se les incluye en consultas que se presentan como consultas públicas o mesas de diálogo, pero estas oportunidades son, en muchos casos, más una forma de legitimación que un medio efectivo de influencia. El problema no es la falta de buena voluntad, sino la falta de poder real en la toma de decisiones. Los ODS pueden ser mencionados en discursos y acuerdos, pero cuando se trata de poner en práctica políticas que respondan a las necesidades de estas comunidades, la brecha entre las promesas y la realidad se agranda.
A nivel global, este fenómeno también es evidente. En la cumbre de la Agenda 2030, los líderes mundiales se comprometen a escuchar a todos los sectores de la sociedad, pero el proceso sigue siendo excesivamente burocrático y excluyente. Las decisiones se toman en cúpulas donde los intereses económicos y geopolíticos predominan, y las organizaciones internacionales a menudo se limitan a imponer marcos normativos sin considerar las especificidades locales. Por ejemplo, las políticas de desarrollo sustentable a menudo se ven moldeadas por intereses corporativos que priorizan las ganancias por encima de la verdadera equidad social.
La falta de un espacio real para la sociedad civil y los movimientos sociales en la implementación de los ODS no solo debilita la eficacia de la Agenda 2030, sino que también fomenta un desinterés generalizado. Si las comunidades no sienten que sus voces están siendo escuchadas ni que sus necesidades se están abordando de manera efectiva, la legitimidad del proceso se erosiona. El entusiasmo y la colaboración de la sociedad civil son esenciales para el éxito de cualquier iniciativa global, pero sin un canal genuino de participación, el proceso se convierte en una serie de objetivos abstractos y metas lejanas, desconectadas de la realidad vivida por millones de personas.
La Agenda 2030 necesita un cambio de enfoque. Los procesos de consulta deben ser verdaderamente inclusivos, dando a las comunidades locales el poder de influir en las decisiones que afectan su vida diaria. Esto implica no solo escuchar, sino actuar de acuerdo con las voces más necesitadas y marginadas, y garantizar que las políticas sean adaptadas a las realidades locales. El reto no es solo establecer metas globales, sino también crear mecanismos de gobernanza que aseguren que esas metas se logren de manera equitativa y justa.
En última instancia, la Agenda 2030 podría ser una herramienta poderosa para transformar el mundo, pero solo si se basa en una participación genuina de la sociedad civil. De lo contrario, corre el riesgo de convertirse en una ilusión de inclusión, en la que las voces de los más vulnerables siguen siendo ignoradas, y las políticas que deberían haberles beneficiado terminan sirviendo solo a unos pocos. Para que los ODS realmente se materialicen, debe haber un cambio hacia una verdadera participación, en la que todos, sin excepción, tengan un lugar en la mesa.

