Por Rodolfo Barrientos Urbina
La antigua sede del Senado mexicano, esa casa del pacto federal donde supuestamente se defienden los intereses de los Estados miembro, se convirtió la semana pasada en el set de grabación de un culebrón más que vulgar. Para ser precisos: no fue una sesión ordinaria del Senado, sino de la Comisión Permanente. Sin embargo, la escena tuvo lugar en la Casona de Xicoténcatl, antigua sede del Senado, y los protagonistas, Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña, fueron electos como senadores el año pasado.
La ironía es doble: los protagonistas del lamentable espectáculo ni siquiera son senadores electos por alguna Entidad Federativa. Ambos llegaron como plurinominales, una figura cuya existencia contradice, en buena medida, la razón de ser del Senado. Pero esa discusión, créanme, merece columna aparte.
Lo grave no es el que se sacaran la lengua, el jalón de pelos, el manotazo, el “¡no me toques!” ni el “¡no seas put…!”. Lo grave es lo que representa: la degradación absoluta de la representación política en México.
Porque seamos honestas y honestos: ni siquiera los empujones estuvieron bien dados. Fue tan patético que, más que pelea, parecía ensayo fallido de pastorela. Si de verdad iban a regalarnos un espectáculo, al menos hubieran ensayado un par de coreografías para que el numerito tuviera un mínimo de dignidad.
Pero lo realmente triste es que la política mexicana lleva años recorriendo el camino de la espectacularización. Los partidos sustituyeron ideas por ocurrencias buscando la viralidad y confundieron legislar y deliberar con poner motes como “vendepatrias” o “narcopolítico”. Y claro, cuando a la espectacularización no la acompaña un trabajo político serio, termina degenerando en lo que vimos: un culebrón vulgar, transmitido en vivo desde la mismísima tribuna.
Y aquí viene la parte incómoda: no toda la culpa es de la clase política. También es nuestra. Porque somos nosotras y nosotros quienes aplaudimos el show, quienes compartimos los memes, quienes nos reímos con los gritos y sombrerazos para, después, con toda seriedad y preocupación, quejarnosde que “todos son unos rateros” o que “todos son corruptos”. Pues claro, si premiamos el espectáculo, nos terminangobernando (y representando) los protagonistas de los culebrones baratos.
La cereza en el pastel fue ver a ciertos liderazgos justificando la trifulca. Ahí estuvo el gobernador de Coahuila, entre otros, diciendo que “a lo mejor el expresidente del Senado se lo merecía”. Normalizar a dos senadores dándose manotazos como si fueran los guaruras de“Amor en Custodia” es, efectivamente, aceptar que la política mexicana ya no debate ni utiliza los mecanismos institucionales para solucionar problemas, sino que actúa en clave de melodrama. Y si desde arriba se aplaude el culebrón vulgar, no nos extrañe que abajo la gente termine creyendo que la democracia se construye a gritos y empujones.
En el fondo, lo que duele no es que dos políticos se pelearan. Lo que duele es ver cómo la representación política se degrada frente a nuestros ojos. El Congreso, que debería ser espacio de deliberación, se convierte en foro televisivo; el Himno Nacional, en cortinilla de entrada; y la ciudadanía, en público cautivo que paga la entrada o la suscripción… con sus impuestos.
Tal vez algún día entendamos que la espectacularización no tiene por qué ser negativa, siempre que se use para acercar a la gente a la política. Pero mientras la clase política siga creyendo que la democracia se mide en views o likes, y mientras nosotros sigamos premiando con atención y apoyo esos numeritos, seguiremos viviendo en un país donde la representación se confunde con un culebrón vulgar.

